OBRA RECIENTE
Me acostumbré a las sombras
“Me acostumbré a
las sombras, al ardoroso sol,
a las heladas
noches, a la desolación.
Los pocos pasos
que siento sobre mí, quizá sean
los fantasmas de
los muertos de ayer, o de los que
morirán mañana.
Soy ciego, sordo,
pero lo oigo todo: ese latir de la tierra
en lo profundo,
la súplica del tiempo por el agua;
y las nubes se
agolpan en tormenta seca; no cae una gota.
Pero mis pocos
huéspedes aguantan: tostadas están sus bocas
y ásperas sus
gargantas; después de largos días con sus noches
un cielo cruel se
suelta en lluvia, sobre mis incólumes arenas,
que se levantan
en gruesa capa remojada. El agua hace cauce:
beben los cérvidos
y otras criaturas que agonizaban de sed.
Y yo sigo ahí, no
bebo, no como, mi extensión parece inagotable.
El silencio es
absoluto. El sol reverbera y es como si fuera un ojo de Dios
en lo alto fugado
de mi entraña, pero que vuelve a ella en mi noche ciega”.
Clodomiro y su esqueleto
El esqueleto, en
proceso de fosilización,
será mañana una
piedra esqueleto
que superó a la
pútedra carne.
Podré tocarlo sin
asco y sin miedo, no es
un espectro, es
una pieza de museo:
un esqueleto sin
boca para comer,
sin estómago para
digerir, sin sexo para procrear,
sin cerebro para
pensar.
Liberado de la
pesadez de la carne esbozará de noche,
cuando todos se
hayan ido, una sonrisa, de piedra también.
El último
visitante del museo en salire exclamó para sí:
“Este debe ser el
esqueleto de Clodomiro, él quería ser así”.
Muerte y renacimiento
Es noche, afloran
los recuerdos, en su recorrido
por los
vericuetos de la nostalgia, y este decir y sentir
que pronto lo
serán también.
Yo vi nacer,
gozar, sufrir y morir: nacimientos esplendorosos,
vigorosos, otros
defectuosos, mutilados, sin gracia, sobreponiéndose
al destino, o
aceptando, como dicen los creyentes, los designios de Dios.
Vi florecer y
caer las flores mustias.
Viví días
soleados, e inviernos nublados, oscuros.
Pero hay un
recuerdo que no huye, que no se borra:
el del árbol rojo
en la empinada llanura, que lloró
cuando iban a
cortarlo, le nacieron ojos para lamentar
con lágrimas la
tristeza de no ser más.
El era el rey del
lugar: lo sobrevolaban pájaros con sus cantos amorosos,
grillos y
azuladas mariposas.
El rojo de sus
hojas se intensificaba con los rayos del sol radiante
y el árbol
esplendía como un diosecillo en la llanura.
Pero como los
dioses no mueren, el árbol rojo retoñó.
Hoy se elevan
varios tallos, que nadie todavía se ha atrevido a cortarlos.
Quizá a la mano
insana la amputaron, y, definitivamente.
Gesto del triunfo
No se sabe si
estaba sonriendo
o lo suyo era una
mueca de tristeza
—o ambas
manifestaciones en unos labios
apenas
entreabiertos.
Así era ese
hombre que parecía sonreír asqueado.
Cuando se le
preguntaba, por qué daba esa impresión
en quienes lo
observaban —contestaba que había masticado
arena de desierto
y no había terminado de escupirla.
Se hizo actor, y
participó en varias películas,
pero solo triunfó
en la que le exigía la espontaneidad
de ese gesto, y
que le permitió, además, llevarse la ambicionada
estatuilla.
Por ello lo llaman camposanto
Vi un hombre en
un cementerio
visitando tumbas
de ilustres, le repliqué:
“Todos los
muertos son ilustres, la muerte
expurgatoria, al
liberar de la carne, va dejando
esos restos para
la descomposición y el acabamiento.
Queda tan solo un
nombre: muertos,
y los nombres de
pila recordatorios sobre las lápidas”.
Lo suyo es
discriminatorio y afrentoso.
Movió la cabeza
con un brusco estremecimiento
y se marchó.
Parecía un muerto más que huía
fantasmal.
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