Al compás de un trote de Caballos


El dolor

     El dolor puede ser otro atributo del mundo, que controla sus furias placenteras y no sólo lo experimentan los seres vivos, sino que es posible que también lo sientan los seres inorgánicos: las rocas que se desprenden y se arruman en los caminos para ser trituradas después, las entrañas de la tierra derretidas por el fuego intenso, la uña que el cuchillo hiende, las sienes de las montañas golpeadas por vientos huracanados; y cómo se ve de triste el río que arrastra una colada de podredumbre.
     La expresión de dolor de estos seres no se alcanza a percibir, pero algo les debe de doler.
     Creo que todo en el universo siente angustia y dolor. El dolor físico ataca el cuerpo, a sus órganos y sistemas  vulnerables a las enfermedades: cánceres, epidemias…, los van minando hasta producir la muerte del organismo viviente. Y el espíritu, el alma, esa parte intangible del ser consciente (y los animales también tienen su “almita”), susceptible a padecer un dolor que no lesiona el cuerpo, pero no por ello es menos aniquilador y       torturante: la angustia; sus causas son múltiples: la humillación, el infortunio, el desamor, la pérdida de seres queridos, la incapacidad de vivir o de adaptarse al medio social…, estas dos últimas convierten la tristeza en depresión como la llaman los psiquiatras.
     Existe una tendencia en ciertos hombres a confundir la felicidad con el placer, por lo que exacerban el goce sensorial, que revierte en su contrario: el dolor.
       Algunos otros, influidos por sentimientos religiosos o reflexiones de índole filosófica, han considerado la capacidad de soportar el dolor como una manera de expiar sus culpas, de purificar su espíritu, o de alcanzar el sosiego, la serenidad interior; esa actitud ascética los mantendría alejados del placer, que engendra sentimientos de culpa, remordimientos.
      Baudelaire, en un bello poema, donde aparecen placer y dolor contrastados, reflexiona sobre el placer que se transmuta en remordimiento. El poeta clama la compañía del dolor, y busca apaciguarlo, comunicándole el ocaso de los deseos, se regocija con el triunfo del pensamiento sobre los sentidos y repudia caer en las fauces de un goce servil.


      Recogimiento*

      Sé bueno, ¡Oh dolor mío!, y estate más tranquilo,
      Reclamabas la noche, ya desciende, hela aquí:
      Una atmósfera oscura envuelve la ciudad,
     Trayendo a unos la paz, a otros mil cuidados.

     Mientras de los mortales la muchedumbre vil
     Bajo el látigo del Placer, verdugo sin piedad,
     Busca remordimientos en la fiesta servil
     Dolor, dame la mano, y ven por aquí.

     Lejos de ellos contempla a los años ya difuntos
     En el balcón del cielo,  con sus galas antiguas;
     El Pensar Sonriente surgiendo de las aguas;

     El sol moribundo dormirse bajo un arco,
    Y cual largo sudario arrastrando hacia Oriente,
    Oye, querido, cómo la dulce noche avanza.

   *Citado por Edwin Morgan en su libro Baudelaire, Pág. 181. 


Asceta del aire

     Siempre detengo mis ojos ante la presencia del colibrí, cuando lo encuentro en los bosquecillos que circundan los caminos, en los antejardines, o en cualquier lugar a donde vuela en busca de sustento. Parece un ápice alado de algún dios: vuela hacia adelante y hacia atrás y bate incesantemente sus alas mientras bebe del vinillo añejado en corolas. No pisa tierra, ni come insectos. Este pájaro-asceta de plumaje refulgente (casi siempre), se comporta como una criatura singular dentro de su especie; no busca la compañía de otros pájaros, revolotea solo los espacios, sin pasar inadvertido entre el follaje de las plantas en florescencia, debido a su asombrosa movilidad aérea. Un día cualquiera entró uno en  mi cuarto, perseguía el moño color naranja de la cinta anudada a la cortina; lo confundió con una flor; voló en círculo por unos segundos y me sentí contagiada de su inocencia, creí que aún estaba en el paraíso; y en verdad que lo estuve por esos  segundos en que agitó y purificó el aire de mi pieza.

      Cada vez que veo un picaflor, pienso en Pitágoras, que guardaba algunas similitudes con esta avecilla. Pitágoras, filósofo de los números, de la música, del pentagrama; de figura ingrávida, muy frugal en el comer y abstemio de la carne. Su creencia en la metempsicosis y su bondad de hombre sabio le permitieron liberar de la muerte a algunos peces, a los que, recién sacados del agua, los compraba para devolverlos al preciado líquido; creía que almas humanas en proceso de purificación transmigraban en esas criaturas. Por eso cuando observo un colibrí, creo también que en él habita, por siempre, el sabio griego, en una perfecta identidad anímica con el pajarillo.


El hombre: un ser fatuo

    Los hombres buscan siempre un referente de grandeza, para no sentirse disminuidos, y lo buscan en personas famosas y éstas en otras igualmente famosas y así hasta lo interminable. Algunos como los anacoretas y los religiosos lo buscan en Dios, que es la búsqueda más silenciosa y prudente, porque Dios no responde, al menos con palabras;
tampoco exige retribuciones, por lo tanto se anulan las reciprocidades y los actos alharaquientos y turiferarios, que se rinden famosos y buscadores de fama hasta la saciedad.
     Existe un grupo  de hombres,  que, desde tiempos remotos, se adueñaron de bienes y vidas humanas, y ascendieron al pináculo del poder como emperadores, reyes, duques, condes y toda esa línea jerárquica. Se han considerado desde siempre la encarnación de la grandeza, y tienen en todo el mundo gentes de todas las calañas que les rinden pleitesía, en calidad de súbditos o vasallos; que se sienten felices tributándoles homenajes, sellando con su presencia cuanto acto de trascendencia se realice. Y pensar que los pobres genuflexos vuelven a sentirse solos, sin que los “señores” se acuerden más de ellos, quizá desde el fondo de su engreimiento se burlen de tanta zalamería insulsa que les tocó presenciar.

     Ni el arte, ni la cultura, en sus diversas manifestaciones, liberan a los humanos del afán desmesurado de fama y reconocimiento, por el contrario, los utilizan como un medio para obtenerlos, es como si llenarán con ello un vacío de infinito, al reconocerse materia deleznable y perecedera, que busca la felicidad en los instantes de gloria que les otorgan los otros; si son reyes, jefes de Estado o personas destacadas , cuánto mejor: cosas del hombre que mientras no sea Dios tendrá que inventárselo, así caiga rendido como idólatra ante frágiles becerros de oro. 

     


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Una reflexión sobre la poesía