Sortilegios de la noche
La mujer del acantilado
Interrogante de un delirio
Estás de frente, en el acantilado.
Y yo te estoy viendo con mirada larga.
El viento y las recias olas te han trazado
una sonrisa desdeñosa.
Y uno que otro pájaro ha puesto risos
en tu cabello, que tenía la lisura de la piedra.
Tu rostro andrógino desconcierta
a los pocos que logran verte.
Cierto visitante de museos dice
que te pareces a esa otra que pintara
una mano prodigiosa.
Ambas son obra del caprichoso azar,
y no de cualquier mano, ni de la mía, que,
en infinidad de vueltas que da el destino
no contó con el privilegio de esa suerte.
Su cabello era rubio, facciones delicadas,
ojos claros, mirada escrutadora. En ese
lugar adonde lo llevaron dizque para aliviarlo
se sentaba en la cama, inmóvil, horas enteras.
Hablaba solo, caminando en círculo; no era agresivo,
pero cuando alguien se le aproximaba, lo cogía
por el pelo , y lo besaba, para luego soltarlo.
Comía poco y reclamaba siempre la misma fruta:
madroño. Cuando se acercaba a alguna ventana
abierta, lloraba como acuciado por un recuerdo.
No dormía, dicen que ellos casi no duermen.
Su mirada se detenía alelada frente a la pared
y era cuando iniciaba su delirio; en cierta ocasión
lo remató con una sugestiva frase que nadie ahondó
en ella “¿Porqué estoy aquí, y aquí es dónde?”.