Historietas para conciliar el sueño


De imbécil a genio

Le preguntaban: muéstreme sus ojos, y señalaba con el dedo hacia el cielo. No modulaba palabra alguna, ni entendía nada de lo que le hablaban.
    Su cociente intelectual que lo clasificó como imbécil, no fue impedimento para que su familia lo quisiera: cuidaban de él con especial afecto; le brindaban asistencia médica y psicológica; y lo sacaban de paseo, principalmente al campo, porque el muchacho trataba de sorprenderse con los seres de la naturaleza: palpaba los árboles y reía ante la presencia de los pájaros.
    En una de esas salidas resbaló por un camino empedrado y sufrió un fuerte golpe en la cabeza. Fue hospitalizado, se le practicaron los exámenes de rigor, y fuera de una leve fractura de cráneo no revistió lesión de gravedad.
    Permaneció en el hospital mientras se reponía, y los cambios en su personalidad asombraron a todo el cuerpo médico que lo atendía, pues empezó a hablar normalmente, con un lenguaje coherente e ilustrado; y no solo lo hacía en español, sino también en alemán. Había pasado de ser un imbécil, a ser un hombre que se presagiaba con una inteligencia brillante.
    Cuando fue dado de alta y volvió a casa, se puso en contacto con los libros, e inició un largo recorrido por las ciencias naturales, parecía conocerlas; nadie lo sacaba de su cuarto, que ahora era un lugar de investigación.
    Su comportamiento se  mostró reservado y colaboró muy poco con los neurólogos, los psiquiatras y todo el personal científico que no salía del asombro, y pretendía investigar los cambios operados en ese cerebro, que después de un golpe en la cabeza, convierte a un subnormal en un hombre con demostraciones de una gran inteligencia.

Juicio infernal

Descendió a los infiernos, para ser juzgado por sus múltiples actos de maldad.
    Dos delegados de Lucifer lo recibieron: ostentaban sus tridentes, sus cuernos, sus rabos y sus ojos incendiados despidiendo chispas.
    Cuando le preguntaron, por qué estaba allí, contestó: “Porque cometí los pecados que todos los hombres juntos pueden cometer sobre la tierra, y además fui guerrillero”. “¿Colombiano?”, le preguntó un demonio. “Sí”; respondió el condenado.
    “Ahora sí entiendo, por qué pecaste una y mil veces. Como no me vengas a decir también que fuiste el marido de la Búfala, a quien ya devolvimos ayer, como te devolveremos a ti, porque como ella, excediste la capacidad de nuestras pailas. Volverás a la tierra en media eternidad, escoltado por un séquito de dragones de fuego, y sentirás toda clase de padecimientos: te hurgarán los ojos con varillas de hierro, incandescentes; oirás los lamentos de tus víctimas, penetrando como agujas en tus oídos; te darán de comer gusanos urticantes, y un degollado verterá sobre ti su sangre hirviente como las aguas de nuestro río. Pero no me has contestado, ¿fuiste el marido de la Búfala?, el condenado asintió con una inclinación de cabeza. Mírala, allá asciende”. Cuando miró su cabeza se dobló y no recuperó su posición normal; de inmediato lo envolvió una bola de fuego que lo ovilló en el ascenso, a lado y lado lo escoltaban los dragones chisporroteando el espacio.


La cura de un encuentro

Estaba desyerbando un cañadulzal, y el recuerdo de su hermano mayor no se alejaba de su mente; prófugo de la familia por ocho años, el ausente había anunciado que vendría en pocos días, y Tiberio que era su hermano menor lo esperaba con ansiedad.
    Las horas transcurrían y el sol se intensificaba, resbaló y se prendió de una hoja de caña, con tan mala suerte que por el envés caminaba una araña “pollera” que le hincó su ponzoña. Con el estoicismo que caracteriza a los campesinos continuó su trabajo, hasta que, pasada media hora, no aguantó más, y pidió la ayuda de otro trabajador para que lo acompañara a casa, donde le llamarían  al curandero.
    Atormentado por el dolor, pero próximo en llegar, alcanzó a ver a su hermano, que venía a su encuentro; su semblante se recompuso, y el dolor cesó de inmediato; se confundieron en un fuerte abrazo; hubo lágrimas por parte de ambos, y el picado continuó su camino conversando con su hermano, como si nada hubiera ocurrido.

     



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