La sombra del ausente

Un hombre y su ave

Luego de haber atravesado
calles, caminos, ciudades antiguas y nuevas,
imponentes construcciones, derruidas otras.
Luego de recorrerte mundo,
de abrazar tus árboles, acariciar
 los lomos de tus animales,
y de reconciliarme con la vida,
vuelvo a ti, mi pedazo de tierra seca,
impregnada de soledad, árida como la muerte.
Me siento sobre un pedrusco duro
como el dolor,

y acaricio  mi ave:
paso mis manos por su terso plumaje,
beso su cabeza y le pido que emprenda el vuelo.
Ella lo piensa, pero al fin parte.
La miro perderse en la lejanía sin horizonte;
se empequeñece y no la veo más.
Me desplomo sobre el suelo aún tibio.
Es tarde, un plumón blanquísimo cae sobre mi frente.
Entra la noche, y yo también en un feliz reposo.

Entre la oscuridad y la luz

Oh Dios de la vida y de la muerte,
porque para verte hay que morir.
Tu alumbramiento fue una bocanada de luz,
y nacimos después de ese luminoso soplo,
para ir muriendo, lento, con los árboles,
las flores, los animales de presa, de compañía,
con la tierra, con el mar…, al borde de este abismo
sudoroso, que nos traga luego de ir embelesándonos
con migajas de dicha.

Oh Dios de la vida y de la muerte,
si yo pudiera leer en una cristalina lágrima tuya,
tu arrepentimiento, pero no, todas las depositaste en el mar,
que está presto a devorar en cualquiera de sus arrebatos
tempestuosos.

¿Estoy buscando negarte, o hallarte culpable?
No caeré en la torpeza de negarte. Negarte es envidiarte.
Tampoco te encuentro culpable, diste existencia,
que es ya, de suyo, un acto de bondad.

Algunos te identifican con el destino, el azar.
Otros te designan con nombres diversos:
El Todopoderoso, El Padre Eterno, El Altísimo…,
y es posible que estés allá, o aquí, entre el torbellino infinito,
por el que existes, y que se confunde con tu existencia.

     

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Una reflexión sobre la poesía