Ojos de luna nueva
A la tumba del ilustre hombre
llevaban los familiares y amigos
ramilletes de rosas amarillas
y cantaban quedo un poema-canción
escrito en vida por él.
La quieta eternidad, como siempre,
sola e
incompresible,
enfriaba los pies, y ese frío ascendía
y calaba hasta las almas de los asistentes.
Entretanto de la tumba del al lado,
cubierta por la hiedra
rumoraba una voz:
“No espanten al colibrí, si viene a picotear
las dos flores de mis ojos,
él se irá solo, porque ellos están ausentes.
¡Miren, cómo brilla su luz sobre la lápida!”.
Y la gente vio dos diminutos luceros,
como enviados a la tierra para entibiar los
sepulcros.
se sobrecogieron y se marcharon.
(Tan poco acostumbrados están los vivos
a las extrañezas de los muertos).
Pedro
Le bordaron el alma
en piedra,
y lo llamaron Pedro.
Y allá en lo alto
encontró a su gemelo,
y se unió a su sueño
eterno.
Presencia de los
portones
Los portones de las casas, cuando ellas
eran construcciones antiguas, y tenían portones.
Hoy quedan muy pocos. Las edificaciones modernas
han ocupado esos espacios.
Pero los que más avivan los ojos (los míos)
son los portones o portoncitos de los alambrados
por los que entran y salen los agregados de las
fincas
que cuidan el ganado, los equinos y otros animales
del campo.
Portones cuya madera rústica se ha vuelto gris o
negra
y sus bisagras herrumbradas por el calor, la lluvia
o el tiempo
los hacen gemir, como si tuvieran miedo de extraños
visitantes.
He visto uno, con un pájaro garrapatero
que alzó vuelo gritando, cual duendecillo acongojado
y sorprendido.
Y otro transitado en sus maderos por un cordón
de acuciosas hormigas, que llevaban gusanillos a sus
hormigueros.
Y otro sombreado por un frondoso algarrobo
que nació a su lado, gigantón y protector,
por cuyo tronco ascendía una foeteadora que parecía
una joya enredada en el cuello de una mujer
sofisticada
pero no, estaba en su árbol preferido que no la
usurpaba,
ni atentaba contra ella.
A esos portones les susurran voces, que trae el
viento
de lejanos bosques.
y la hierba se expande en sus alrededores como
tratando
de ocultarlos de la malignidad de alguien.
Portones sin cerraduras sospechosas
donde se arriman caballos para frotarse las ancas,
y que lamen algunas reses ansiosas de sal.
Portones del campo, de los potreros, portones de la
libertad,
de la soledad, portones del silencio, que no
encarcelan:
dan paso libre al caminante.
El ánima de la tierra preserva a los portones
del desgaste del tiempo y los factores ambientales;
porque, ¡qué aguantadores son!
Se les ve desajustados y chirrían al abrirse,
pero continúan en pie, hasta que el cabezazo
de algún animal o un fuerte viento los mande al
suelo.
Y allí, caídos, si nadie los levanta y los
reconstruye
inician su descomposición, hasta convertirse en
abono
de la tierra. Ser tierra. O de pronto algún
campesino
de vivienda cercana los lleva a su fogón de leña.